lunes, 3 de febrero de 2014

EL ETERNO VIAJERO

Mar de Historias
El eterno viajero
Cristina Pacheco

Para suplir nuestras interminables conversaciones, siempre que te ibas de viaje nos llamábamos y nos escribíamos cartas. Las hojas de papel nunca bastaban para que nos dijéramos lo que nos sucedía, a ti en un ambiente nuevo y a mí en el que conoces de sobra porque lo hicimos juntos. Por más cuidadosos que fuéramos siempre se nos olvidaba registrar algo.
Para evitar esos huecos se te ocurrió que lleváramos cada uno un diario a partir de nuestra despedida en el aeropuerto o en la estación. Ese registro siempre me ha hecho imaginar que no te has ido, por eso de una vez comienzo mis anotaciones en este cuadernito y no en una libreta, como siempre.
Los arreglos para tu viaje fueron muy complicados. Decidir qué ibas a meter en la maleta nos tomó horas, aunque mucho menos que ordenar en fólders los textos que pensabas corregir una vez más. No dispuse de un minuto libre para ir a la papelería, así que estoy usando el cuadernito que nos mandó Almudena Grandes: El lector de Julio Verne.
Me encanta, porque tiene aspecto de útil escolar, lástima que sea tan delgado. Mañana compraré una libreta gruesa (donde copiaré lo que escriba hoy) y luego otra y otra, porque tu viaje esta vez será muy largo. Por favor, tú también escribe el diario, pero no en papelitos sueltos, sin fecha, que luego tengo que ordenar como si fueran partes de un rompecabezas.
II
Parto de lo que vivimos apenas esta mañana. Por tomarnos un último café, se nos hizo tarde para ir a la estación. Pese a ser domingo, nos topamos con cuatro manifestaciones y un tráfico endemoniado. Estuvo en peligro tu mayor orgullo: jamás haber perdido un avión o un tren. Para colmo surgió otro inconveniente: todos los estacionamientos llenos. Coincidimos en que te fueras caminando a la estación para registrarte mientras yo me estacionaba. Tardé mucho en lograrlo. Cuando bajé del coche me di cuenta de que habías olvidado tu bufanda. La tomé y corrí tan rápido como me lo permitieron los zapatos de tacón alto.
Si me hubiera puesto botas quizás habría llegado a la estación antes de que te pasaran al área destinada a los viajeros. Intenté convencer a un guardia de que me permitiera pasar hasta allí para entregarte tu bufanda. Se negó. Le supliqué y hasta lo hice partícipe de tu vida (cosa que detestas), explicándole que te ibas a una ciudad que estaba a 40 bajo cero. Se estremeció como si fuera él quien iba a padecer un clima tan adverso.
Me da vergüenza confesártelo, pero odié a ese hombre sólo porque cumplía con su deber. Traté de ablandarlo llamándolo oficial, pero fue inútil. Me resigné a renunciar a nuestra despedida y al invariable intercambio de recomendaciones y promesas: Júrame que no te quedas triste. Procura dormir en el camino. Cierra muy bien la puerta. Te llamo en cuanto llegue.
Debo haber tenido una cara terrible, porque el guardia al fin me permitió pasar. Entré en el andén en el momento en que subías la escalerilla con la cabeza vuelta hacia la entrada. Sé que me viste, oí que me gritaste algo que no alcancé a entender. Supongo que repetías la promesa habitual: Te llamo en cuanto llegue.
Sentí desesperación, necesidad de abrigarte el cuello y corrí pegada a las vías, pero no alcancé el tren y mucho menos a la altura del vagón en que ibas. Te imaginé quitándote el abrigo y metiendo al maletero la mochila con el libro que quisiste llevarte, los fólders, una colección de bolígrafos bic de punto grueso y al fondo de todo la Mont Blanc de la edición Schiller que te regalé para tu cumpleaños.
Te fascinó desde que la viste anunciada en una revista y decidí comprártela en secreto. De otro modo me lo habrías prohibido, bajo el argumento de que: es demasiado cara. No gastes en mí. Por hacerte un obsequio recibí otro maravilloso: tu expresión de felicidad cuando probaste la pluma en una servilleta de papel.
Mejor no recordar tanto. Vuelvo a lo de esta mañana. Cuando el tren desapareció en la curva me eché tu bufanda sobre los hombros. Sentí la misma tranquilidad que cuando estás de viaje y me pongo tus calcetines o tu suéter que siempre huele a esa loción barata que prefieres.
III
Al salir de la estación no pude recordar en dónde había estacionado el coche. Durante el tiempo que caminé para encontrarlo se me olvidó que te habías ido y llamé a la casa para decírtelo. Claro que no obtuve respuesta. Imaginé los cuartos vacíos, silenciosos y sentí apremio de llenarlos con el rumor de mis pasos. A pesar de mi urgencia me detuve en una librería. Recorrí todos los pasillos, miré cada anaquel, me asomé a las mesas de novedades.
Mi comportamiento despertó las sospechas de los empleados y de una mujer-policía multicolor: cabello granate, párpados azules, mejillas cobrizas, labios fucsia y uñas verdes. Adiviné sus dudas para elegir esa paleta y el tiempo que le habría tomado maquillarse. Acabé por admirarla y le sonreí, pero ella siguió observándome desconfiada, lista para actuar en caso necesario.
La situación habría sido menos incómoda si le hubiera dicho a la mujer-policía que si iba de un lado a otro se debía a que estaba haciendo comparaciones entre los libros para llevarme el más grueso, el que me aloje y me acompañe durante el primer techo de tu ausencia. Después de consultar índices y hacer sumas me decidí por Los Thibault. Sus seis tomos alcanzan mil 830 páginas con letra pequeña. Tomando en cuenta que mi trabajo me deja poco tiempo libre, calculo que leer esta novela me tomará muchos meses, aunque menos de los que tardarás en regresar.
Si estuvieras aquí y te mostrara mi primera compra desde que te fuiste dirías: Este libro lo tenemos. ¿Para qué trajiste otro? Pues para no ver tus anotaciones en los márgenes, las marcas que dejaste, la ceniza de tu cigarro que cayó entre las hojas. En las circunstancias actuales, encontrarme con esas huellas me lastimaría.
IV
En cuanto abrí la puerta te grité el saludo de siempre, ya sabes cuál. Subí a tu cuarto rápido, como si estuvieras esperándome. No estabas, pero encontré la ropa que dejaste tirada, el encendedor que diste por perdido y la cachucha con que te protegías de la luz artificial para ahorrar vista, según tus propias palabras.
Luego hice lo de siempre al mediodía: bajé a la cocina para hacer café. Aunque no lo creas resulta muy difícil y requiere de cierto valor preparar una sola porción de lo que sea cuando siempre has hecho dos. Con la taza en la mano salí al patio y puse a funcionar la fuente para que subiera el rumor del agua que te recuerda el mar.
Ya casi llené el cuadernito de Almudena. Le pondré la fecha de hoy: 26 de enero. Mañana escribiré en la primera libreta de las muchas que tendré que llenar contándote mi vida hasta el día en que vuelvas. Ya sé que esta vez no será pronto. En cierta forma es mejor: me darás tiempo de cumplir con todos tus encargos, entre ellos encontrar la pluma negra con la que tenías mejor letra. Esto me recuerda otro de mis pendientes: descifrar lo que escribiste en hojas sueltas las noches anteriores a tu viaje.

Hice una pausa. Me levanté del escritorio porque reapareció frente a tu ventana el colibrí que tanto te gustaba. Si él regresó, es imposible que no regreses tú.

EN CHINA EL USO COMPULSIVO DE INTERNET SE CONSIDERA UN TRASTORNO CLÍNICO

Sicóloga alerta sobre daños por adicción a Internet
China etiquetó el uso compulsivo de Internet como trastorno clínico y abrió centros de readaptación social para tratarlo. La adicción consiste en un patrón de comportamiento caracterizado por la pérdida de control sobre su uso, que conduce al aislamiento, al descuido de las actividades académicas, laborales, recreativas, a la salud y la higiene.
En China 24 millones de jóvenes se la pasan en los cibercafés. Le llaman la heroína electrónica y en algunos la adicción es tan aguda que usan pañales desechables para no tener que levantarse al baño. Cuentan con 400 centros de rehabilitación para adolescentes. Durante un mes los jóvenes alternan entrenamiento militar, tratamiento médico y terapia familiar; muchos adolescentes son internados contra su voluntad, vigilados en los centros por soldados armados.
El gobierno no subsidia los tratamientos, de manera que es un gran sacrificio para los padres. Entre los países europeos, España tiene el índice más alto de jóvenes adictos. En México no tenemos estadísticas confiables; sin embargo, los padres ya expresan preocupación. Con el uso excesivo de videojuegos el cerebro despierta el centro del placer que dispara dopamina, altamente adictiva. Como sicóloga he atendido casos de adolescentes que se quedaron tres días jugando sin dormir, por lo que se les disparó una crisis sicótica y hubo que internarlos en el siquiátrico. Incluso, mi nieto de 8 años, con lágrimas, me pidió que lo ayudara, ya que no podía controlar los pensamientos.
La adicción a la Internet y a los videojuegos es un hecho; provoca los mismos síntomas que a las sustancias químicas por lo que es necesario poner límites. Vigilen a sus hijos. No todo el tiempo están haciendo la tarea; además, están en riesgo de acoso sexual. Vigilen, limiten y fomenten actividades recreativas y deportivas. Es importante que los niños duerman un mínimo de 11 horas. El cortisol que se libera por la adicción al juego y por mal dormir produce obesidad
Rosa Chávez Cárdenas

¿JEFES DE SECTOR Y SUPERVISORES DE ZONA AÚN CONTROLADOS POR EL SNTE?

PORQUE HASTA 1989 EN EL DF SE "GANABA" EL PUESTO DE JEFE DE SECTOR Y SUPERVISOR POR CONTROLAR SINDICALMENTE A LOS MAESTROS SE NOS SIGUE ESTIGMATIZANDO ASÍ ¿O HABRÁ ALGO DE VERDAD AÚN?


BEATRIZ CALVO PONTÓN, MARGARITA ZORRILLA Y OTROS EN UN ESTUDIO HECHO PARA EL INSTITUTO INTERNACIONAL DE PLANEAMIENTO DE LA EDUCACIÓN IIPE-UNESCO, EN 2002,  asevera que:  

“En México, los supervisores de zona... ocupan una posición estratégica dentro del Sistema Educativo... dada su cercanía a las autoridades institucionales, su influencia en la toma de decisiones les permite dar a éstas la información sobre las necesidades diarias de los estudiantes, de los docentes y de las escuelas o pueden hacer extensas a mayor número de ellas, las prácticas pedagógicas que han probado arrojar buenos resultados... está en sus manos promover el trabajo educativo en los planteles, ya que junto con directores, maestros y alumnos definen, en gran parte, el rumbo que éstos toman”

“Sin embargo en la práctica, la supervisión ha funcionado bajo condiciones poco favorables” así como sus actitudes “hacia el trabajo y hacia las tareas propiamente académicas, sus estilos de trabajo, sus diversos intereses y posiciones de poder han servido para impulsar las tareas y las innovaciones educativas... también han sido utilizadas para lograr objetivos... político sindicales”

“.. La falta de equipos de supervisores profesionalmente sólidos, así como de condiciones materiales de trabajo, y el hecho de que la supervisión ha sido parte de un sistema reproductor de prácticas burocráticas, ha dado lugar a que esta se distinga más por sus funciones administrativas y de vigilancia, y como medida instrumental basada en criterios de eficiencia, eficacia y competitividad individual, que por su papel como promotor del trabajo pedagógico...”


La figura de supervisor escolar debe desligarse de prácticas del SNTE
Laura Poy Solano. La Jornada 3 de febrero de 2014, p. 13

Modificar la supervisión escolar hacia acciones pedagógicas de mejora en las escuelas demanda no sólo un cambio de mentalidades; también pasa por desligar la figura del supervisor del Sindicato, advirtió Beatriz Calvo Pontón, especialista del Centro de Investigaciones y Estudio Superiores en Antropología Social (Ciesas).

El puesto (de supervisor) se ganaba con trabajo político-sindical. Si te portas bien, si apagas el fuego en tal o cual escuela, te premio con una supervisión. Así se aplicó desde antes de Elba Esther Gordillo al frente del gremio.

Por ello, consideró que cambiar el quehacer requerirá dotar de contenido los objetivos de fortalecimiento de la supervisión escolar; sin embargo, destacó, la reforma se ha quedado corta en la transformación de quienes ocupan una posición estratégica en el sistema educativo por su función de enlace entre las autoridades del sector y los directivos y docentes.

Tenemos que trabajar con quienes ya ocupan los cargos de supervisor, quienes, dijo, tienen entre 25 y 30 años de servicio. No es suficiente con darles un diplomado para cambiar viejas inercias. Es necesario modificar las prácticas cotidianas, pues se capacita a una generación que quizá se jubile en menos de cinco años.

Supervisores escolares del Distrito Federal y estado de México afirmaron que hay una creciente inconformidad ante la aplicación de un nuevo marco normativo para la supervisión escolar, pues no sólo se nos responsabiliza del éxito de la reforma y su acatamiento en los centros escolares, también refuerza el papel vigilancia y control. Es aplicar la ley del garrote.

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lunes, 6 de enero de 2014

EDUARDO GALEANO. El derecho al delirio

El derecho al delirio

Ya está naciendo el nuevo año. El nuevo año nace un primero de enero por obra y gracia de un capricho de los senadores del imperio romano, que un buen día decidieron romper la tradición que mandaba celebrar el año nuevo en el comienzo de la primavera. Y la cuenta de los años de la era cristiana proviene de otro capricho: un buen día, el papa de Roma decidió poner fecha al nacimiento de Jesús, aunque nadie sabe cuándo nació.

El tiempo se burla de los límites que le inventamos para creernos el cuento de que él nos obedece; pero el mundo entero celebra y teme esta frontera. Una invitación al vuelo

Años van, años vienen, la ocasión es propicia para que los oradores de inflamada verba peroren sobre el destino de la humanidad, y para que los voceros de la ira de Dios anuncien el fin del mundo y la reventazón general, mientras el tiempo continúa, calladito la boca, su caminata a lo largo de la eternidad y del misterio.

La verdad sea dicha, no hay quien resista: en una fecha así, por arbitraria que sea, cualquiera siente la tentación de preguntarse cómo será el tiempo que será. Y vaya uno a saber cómo será.

Aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí que tenemos, al menos, el derecho de imaginar el que queremos que sea. En 1948 y en 1976, las Naciones Unidas proclamaron extensas listas de derechos humanos; pero la inmensa mayoría de la humanidad no tiene más que el derecho de ver, oír y callar. ¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho de soñar? ¿Qué tal si deliramos, por un ratito? Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible:

El aire estará limpio de todo veneno que no venga de los miedos humanos y de las humanas pasiones; en las calles, los automóviles serán aplastados por los perros;

La gente no será manejada por el automóvil, ni será programada por el celular o la computadora, ni será comprada por el supermercado, ni será mirada por el televisor;

Y el televisor dejará de ser el miembro más importante de la familia, y será tratado como la plancha o la lavadora;

La gente trabajará para vivir, en lugar de vivir para trabajar;

Se incorporará a los códigos penales el delito de estupidez, que cometen quienes viven por tener o por ganar, en vez de vivir por vivir nomás, como canta el pájaro sin saber que canta y, como juega el niño sin saber que juega; en ningún país irán presos los muchachos que se nieguen a cumplir el servicio militar, sino los que quieran cumplirlo;

Los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas;

Los cocineros no creerán que a las langostas les encanta que las hiervan vivas;

Los historiadores no creerán que a los países les encanta ser invadidos;

Los políticos no creerán que a los pobres les encanta comer promesas;

La solemnidad se dejará de creer que es una virtud, y nadie tomará en serio a nadie que no sea capaz de tomarse el pelo;

La muerte y el dinero perderán sus mágicos poderes, y ni por defunción ni por fortuna se convertirá el canalla en virtuoso caballero;

Nadie será considerado héroe ni tonto por hacer lo que cree justo en lugar de hacer lo que más le conviene;

El mundo ya no estará en guerra contra los pobres, sino contra la pobreza, y la industria militar no tendrá más remedio que declararse en quiebra;

La comida no será una mercancía, ni la comunicación un negocio, porque la comida y la comunicación son derechos humanos;

Nadie morirá de hambre, porque nadie morirá de indigestión;

Los niños de la calle no serán tratados como si fueran basura, porque no habrá niños de la calle;
Los niños ricos no serán tratados como si fueran dinero, porque no habrá niños ricos;

La educación no será el privilegio de quienes puedan pagarla; la policía no será la maldición de quienes no puedan comprarla;

La justicia y la libertad, hermanas siamesas condenadas a vivir separadas, volverán a juntarse, bien pegaditas, espalda contra espalda;

Una mujer, negra, será presidenta de Brasil y otra mujer, negra, será presidenta de los Estados Unidos de América; una mujer india gobernará Guatemala y otra, Perú;

En Argentina, las locas de Plaza de Mayo serán un ejemplo de salud mental, porque ellas se negaron a olvidar en los tiempos de la amnesia obligatoria; la Santa Madre Iglesia corregirá las erratas de las tablas de Moisés, y el sexto mandamiento ordenará festejar el cuerpo;

La Iglesia también dictará otro mandamiento, que se le había olvidado a Dios: Amarás a la naturaleza, de la que formas parte;

Serán reforestados los desiertos del mundo y los desiertos del alma; los desesperados serán esperados y los perdidos serán encontrados, porque ellos son los que se desesperaron de tanto esperar y los que se perdieron de tanto buscar;
Seremos compatriotas y contemporáneos de todos los que tengan voluntad de justicia y voluntad de belleza, hayan nacido donde hayan nacido y hayan vivido cuando hayan vivido, sin que importen ni un poquito las fronteras del mapa o del tiempo;

La perfección seguirá siendo el aburrido privilegio de los dioses; pero en este mundo chambón y jodido, cada noche será vivida como si fuera la última y cada día como si fuera el primero.


Un texto modificado para este 2014 de Galeano, Eduardo. Patas arriba. La escuela del mundo al revés. 

domingo, 15 de diciembre de 2013

Cristina Pacheco. LA LUZ Y LAS HOJAS


Mar de Historias

La luz y las hojas

Cristina Pacheco

Hay historias que duermen durante meses pero se hacen presentes bajo la deslumbrante luz de invierno. Se revelan a un ritmo lento como el de las hojas al desprenderse de los árboles. En mi escuela primaria había cinco. Eran sobrevivientes de un jardín inmenso, poco a poco mutilado por los apremios económicos de sus dueños originales, hasta dejarlo convertido en el prado central que veíamos desde las ventanas de todos los salones de clase.

Las ramas de los cinco fresnos eran testigos de todas nuestras acciones, como el Dios implacable al que las monjas nos enseñaron a adorar y a temer al mismo tiempo. Sólo quien tenga o haya tenido una abuela como la mía podrá compaginar dos sentimientos tan contradictorios: adoración y temor.

Mi abuela murió hace muchos años. El tiempo ha vulnerado su recuerdo, por eso tengo que rescatarla del olvido a trozos: pelo crespo, labios finos, manos huesudas, pies deformes y voz grave, entrecortada por la tos crónica que le dejó su trabajo en un taller de trajes nupciales. Cuando pienso en ella –cosa que sucede a menudo– tomo esos pocos elementos y los acomodo en los lugares en donde estuvieron. El cabello va arriba y los pies abajo. Entre los dos extremos quedan muchos huecos. Los adorno con el estampado de las telas que mi abuela elegía para confeccionarse su ropa. El diseño era el mismo, sólo que en negativo o en positivo: flores negras sobre fondo blanco o al revés, flores blancas sobre fondo negro.

A menos que estuviera preparando rompope o batiendo claras de huevo para el merengue, mi abuela era paciente con mi insaciable curiosidad; sin embargo, nunca me atreví a preguntarle cuál era el sentido de tal monotonía en su atuendo. Al cabo del tiempo, cuando ella no estaba para confirmarlo, saqué mis conclusiones: el bicolorismo (ignoro si la palabra existe) le permitía seguir guardándole un poquito de luto a su esposo Wilfrido. Él era una persona enérgica y autoritaria. No le inventé el carácter. Lo descubrí en el retrato puesto sobre la cama que durante años conservó la silueta de su cuerpo.

Lo que dije no es una exageración: a fin de hacer menos gravosa la pérdida, mi abuela protegía la forma que su marido dejó en el lecho donde sobrellevó su larga enfermedad. Para mantener aquella sombra de ausencia, ella misma se encargaba de renovar las fundas, las sábanas y la colcha. Desde la máxima altura alcanzada por ella dejaba caer las telas y permanecía atenta para cerciorarse de que se adaptaran al molde venerado.

II

Dulce como nadie, mi abuela era también exigente, intolerante con mis fallas y rencorosa. Decía que si por algo iba a condenarse era por alimentar ese horrible sentimiento. Lo guardaba por la comadrona que me trajo al mundo a costa de la vida de mi madre. Mi abuela jamás pronunció el nombre de la partera. En cambio sacaba a relucir el de mi padre, Darío, con cariño y respeto.

Él trabajaba en una fábrica de veladoras fuera de la ciudad. Un camioncito de la empresa lo recogía al amanecer y lo regresaba a las siete de la noche. A esas horas, por juego, me mostraba sus uñas con restos de cera y me pedía que se los sacara con un palillo. El encargo me daba cierta autoridad sobre él y me hacía sentir importante. Nunca imaginé que con el tiempo aquella mínima tarea iba a convertirse en un valioso recuerdo.

Mi padre sobrevivió a su viudez cinco años. Murió a causa de un accidente de tránsito rumbo a la fábrica. Yo estaba en el kínder a la hora en que un compañero de trabajo llamó para darnos la noticia. Entendí que algo malo había sucedido cuando mi abuela apareció en mi salón de clase y se puso a hablar en voz baja con mi maestra Sara. Ella se acercó y me dijo: Tienes que irte.

Rumbo a la casa ella intentó explicarme lo ocurrido. Lo hizo con la misma delicadeza con que dejaba caer las telas sobre la huella de su esposo.

Fue un día raro, mejor dicho horrible. Mi abuela me encargó con una vecina porque me consideraba demasiado pequeña para asistir a un velorio o un funeral aunque se tratara de mi padre. Una semana después me llevó al panteón. Recuerdo el ramito de flores contra mi pecho y el camino bordeado de árboles altos y esbeltos que apenas daban sombra. Cuando llegamos al final de un sendero mi abuela me mostró una tumba rodeada de coronas que despedían un olor dulce, repulsivo. En su lápida estaban el nombre y las fechas de mi madre. Mi abuela me los leyó y luego me anunció que mandaría grabar allí los datos de mi padre. Ya están juntos, dijo, y se persignó.

Cuando emprendimos el regreso por el sendero bordeado de fresnos vimos a una mujer sentada junto a una tumba. Dos niños que debían ser sus hijos mordisqueaban un pan mientras ella les decía algo de lo que sólo alcancé a oír cinco palabras: A su padre le gustaba... ¿Qué?, me pregunto ahora y sola me respondo: Que le sacaran con un palillo la cera encajada en sus uñas.

Al regresar del cementerio encontramos la casa fría, envuelta en la penumbra que se forma en las habitaciones donde se van sumando las ausencias y los llantos.

III

Sin el apoyo de mi padre, mi abuela tuvo que reorganizar la casa y nuestra vida. Convirtió la sala en taller de costura y la azotehuela en un vivero nutrido con las plantas que comprábamos los domingos en Xochimilco. Vigilar los dos negocios y cumplir con las tareas domésticas le consumía muchas horas; no obstante, nunca le faltó tiempo para mí. Hizo hasta lo imposible por evitarme la sensación de orfandad. Lloró conmigo y entendió mis pesadillas. Aprendió a jugar. Mantuvo viva la presencia de mis padres hablándome de ellos. Iba y regresaba conmigo de la escuela.

En una ocasión, por causa de una clienta quisquillosa, fue a recogerme una hora más tarde. Me pidió perdón. Lloró y por primera vez la oí dolerse por la muerte de mis padres. En su llanto se disolvió una pequeña parte de mi infancia. El resto se salvó gracias a su ternura y a su amor.

Adoré y sigo adorando a mi abuela; a pesar de eso no logro recordarla toda entera; peor aún, he olvidado su nombre. Confío en que la luz de invierno y las hojas que se desprendan de los árboles me lo devuelvan, como ha ocurrido con tantas otras cosas, el próximo diciembre.

Maestra castiga al estilo narco: amordaza a alumnos con cinta canela

Maestra castiga al estilo narco: amordaza a alumnos con cinta canela


MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Madres de familia de la primaria Adolfo López Mateos de la colonia Tierra Blanca de Altamirano, en Ciudad Altamirano, Guerrero protestaron porque una maestra castigó a siete estudiantes de sexto grado amarrándoles las manos con cinta canela, además de amordazar a dos de ellos, el miércoles 11.

Las madres calificaron el proceder de la profesora como un acto propio de la delincuencia organizada, según el diario El Sur, de Guerrero.

Indicaron que ya denunciaron esta situación ante el director del plantel, identificado sólo como Demetrio, pero que éste ha hecho caso omiso y les da largas.

Las madres de familia acusan a la maestra Deysy Leyvy Salinas Mojica de ser la responsable de la agresión a los menores e incluso señalaron que ésta usó palabras altisonantes contra los alumnos.

El director dijo que este martes habrá una reunión con la supervisión escolar, con lo cual se espera resolver la inconformidad de las madres.

Agregó que existe un documento donde le llaman la atención a la maestra.

Explicó que él incluso vio a los niños con cinta canela en las manos, la cual estaba sujetada de tal forma que la tuvieron que cortar con la punta de una pluma.

Por su parte, la maestra explicó que castigo a los niños porque estaban arrojando piedras a los de segundo grado, que son más chicos, y que optó por castigar a los responsables, “sólo les di una vuelta en las manos”, afirmó.

“A dos que dijeron groserías, también les puse (cinta) en la boca, pero no es para tanto”.

Las madres, al escuchar la declaración de la docente, le gritaron: “Pareces sicaria, eso sólo lo hace una secuestradora; esos métodos sólo los usan los que andan en cosas malas”.

Las inconformes consideran la cinta canela una herramienta propia de la delincuencia organizada para sujetar y levantar a sus víctimas, que luego aparecen ejecutados con cinta en manos y boca.

El caso aún no se resuelve y se espera que el martes se atienda el tema y se impongan las sanciones correspondientes.

domingo, 8 de diciembre de 2013

CRISTINA PACHECO. SÓLO POR ESO.


Mar de Historias

Sólo por eso

Cristina Pacheco

Tan mala que había sido para las matemáticas en la escuela y sin embargo Virginia sabe que el funcionamiento de su vida depende en buena proporción de los números que tiene memorizados. (Pierde libretas y papeles con anotaciones pero nunca olvida.) Corresponden a los domicilios y los teléfonos de sus hijos, a su cuenta de ahorros, a fechas importantes, a los días de pagar créditos. Por si fuera poco, durante sus horas de trabajo hace operaciones matemáticas tan pequeñas como el monto de sus ventas.

Todos los días Virginia sale con su canasta de empanadas y segura de que no le faltarán clientes; en cambio ignora cuál será su derrotero. Los pies se lo dicen, la empujan hacia un rumbo. Antes Virginia intentaba ejercer su voluntad y elegir sus caminos. Dejó de hacerlo el día en que por azar encontró a Ricardo Santos, su antiguo vecino y compañero de escuela, haciendo cola a las puertas de un dispensario repleto. De no haber sido por esa casualidad ella no habría saldado una antigua deuda de conciencia.

II                                                       

Virginia pudo adivinar la clase de vida que Ricardo llevaba con sólo ver su atuendo y sus lentes atados con una agujeta. De seguro él también sacó sus conclusiones ante la canasta llena de empanadas y papeles de estraza. Los dos evitaron los temas personales. Hablaron de otros tiempos. Casi todas las noticias que Ricardo le dio acerca del barrio fueron tristes. Los ailes del jardín habían sido talados y los antiguos rectángulos de pasto se asfixiaban bajo inhóspitas losas de cemento. En el terreno de Las Privadas Géminis, tan célebres por los altares de diciembre, se levantaban dos edificios de 14 pisos inconclusos desde hacía años. El kínder de la maestra Socorro era bodega de cartón y de la peluquería de Benny quedaban dos paredes y una cortina metálica enmohecida que protegía los yerbajos siempre brotados sobre el abandono.

Ricardo estaba resignado a aceptar semejante deterioro como algo natural en una ciudad caótica; en cambio lo afligía el hecho de que sólo quedaran en el barrio unas cuantas familias conocidas: Los Alvarado Torres, los Martínez Baquedano, los Ochoa Téllez, los Hernández Gómez. Virginia lo interrumpió: Y los Santiago Luna, ¿se fueron o siguen allí? Ricardo entrecerró los ojos tras sus lentes bifocales: Puede que sí pero no estoy seguro. Virginia sintió un golpe en el pecho, el mismo que la dañaba al recordar lejanos días de escuela.

III

Virginia pierde libretas y agendas pero nunca olvida. El salón de clase en donde ella y Ricardo fueron compañeros tenía piso de madera y techo alto. Las paredes con manchas de humedad estaban parcialmente recubiertas con mapas, esquemas, gráficas, trabajos manuales descoloridos y lemas referentes a hábitos de higiene y buena convivencia. Entre estos últimos destacaba uno que Virginia se encargó de fijar con tachuelas: No hagas a los demás lo que no quieras para ti mismo.

Mientras Ricardo insistía en sus motivos para permanecer en el barrio, Virginia siguió el paso de sus recuerdos. El 3º A olía a papel, a madera y a los condimentos de las tortas guardadas en las mochilas, cada una con el nombre del alumno escrito en una cartulina y protegido por una mica: Ricardo Santos Olvera, 3º A. Presente. Virginia Zambrano Aceves. Presente. Petra Santiago Luna. Silencio. Niña: te estoy hablando. Tienes que decir presente porque si no te pongo falta.

Desorden, risas, murmullos. Es cambuja, no sabe hablar. Un charquito bajo el mesabanco de Petra. Carcajadas, llanto. La huida. ¿A dónde vas, niña? La mochila caída. Virginia alcanzó a ver sobre las duelas un lápiz amarillo y dos tacos envueltos en una servilleta con flores bordadas, primorosas.

Virginia quiso dudar de su buena memoria pero siguieron apareciendo los pormenores de aquella mañana en que Petra salió huyendo del salón para no oír las burlas de sus compañeros cuando la escucharan expresarse con su habla anfibia doblemente hermosa, mitad español mitad zapoteco. Petra huyó también para no afrontar la vergüenza de ver sus orines. El conserje los limpió mientras todo el 3º A (menos Petra) hacía gestos de asco o se tapaba la nariz.

Al lunes siguiente Petra reapareció en la escuela acompañada por su madre. Antes de separarse, ella le alisó las trenzas y le murmuró (tal vez en su lengua antigua y hermosa) palabras que pudieron ser de aliento y de consuelo: Eres una muchachita muy linda que debe estudiar y aprender. Obedece a tu profesora y no hagas caso de lo que te digan tus compañeros. Si te gritan algo feo me cuentas para que los acuse con la directora.

IV

A pesar de los años transcurridos Virginia recuerda la expresión temerosa de Petra conforme avanzaba a su lugar en la fila y la manera en que, a título de saludo, sus compañeros de grado le expresaban su asco y su desprecio cubriéndose la nariz y haciendo gestos ominosos.

Aquel lunes sonó la campana. En su turno los alumnos del 3º A desfilaron a paso redoblado en orden, en silencio. En el aula se escuchó primero la advertencia de la maestra: Al que sorprenda molestando a Petra le bajo cinco puntos. La amenaza surtió efecto. En el salón nadie volvió a burlarse de la niña zapoteca, ni a llamarla cambuja, patarrajada, meca. Para eso tenían el patio de juegos a los que Petra no era invitada, el espejo mohoso del baño en donde aparecían (escritos con inocentes crayolas) insultos contra ella. Pero lo mejor para hostigarla era el trayecto entre la escuela y la esquina en donde Petra daba vuelta rumbo a su casa.

A lo largo de ese tramo sus compañeros iban detrás de Petra riendo, murmurando, empujándola como por accidente, llamándola con nombres absurdos, calificándola de india-meona-apestosa, interponiéndose en su camino, presionándola contra alguna pared y amenazándola hasta hacerla temblar. Los transeúntes calificaban la escena como bromas pesadas, locura de muchachos.

V

Por primera vez, gracias a su encuentro con Ricardo, Virginia se preguntó qué había detrás de aquel juego perverso que transformaba a los compañeros del 3º A en verdugos de Petra. No encontró más respuesta que una viva sensación de culpa. Nunca había agredido a la niña zapoteca pero siempre guardaba silencio ante la tortura de que Petra era víctima sólo por hablar una lengua incomprensible para ellos y vestirse con ropas distintas. Sólo por eso la habían hecho infeliz y luego la habían forzado a abandonar la escuela.

Virginia apenas se dio cuenta de que Ricardo la miraba en silencio, a la expectativa. ¿Qué pasa? Nada, es que te pregunté si acostumbras venir a este dispensario y me contestaste: Sólo por eso. No entiendo. Yo sí, y me avergüenzo. Sabía que toda explicación iba a ser inútil y se despidió de Ricardo.

Caminó de prisa hasta la parada del autobús que la conduciría a su viejo barrio, a la casa de Petra. Virginia pensó que tal vez no fuera tarde para pedirle perdón.