Mar de Historias
Almitas buenas
Cristina Pacheco
Tengo computadora nueva. Renuncié a la anterior
porque sus circuitos se debilitaron, perdió varias teclas y contrajo una
especie de locura que la puso en desacuerdo con mis dedos. En donde yo marcaba
una letra aparecían números o signos. Escribir es difícil, pero hacerlo en esas
condiciones se vuelve un infierno. Sin embargo, lamenté deshacerme de la
Toshiba que me acompañó en las más recientes etapas de mi travesía por el Mar
de Historias.
Que haya quitado del escritorio mi vieja computadora no significa que
piense tirarla o regalársela a los fierreros que a diario aparecen en esta
colonia. Desde hace una semana le asigné un lugar entre los libros y periódicos
que atestan mi estudio. Me tranquiliza su proximidad. De vez en cuando la miro
y me emociono. Le agradezco que ya sin energía, ciega y muda me guarde nombres,
paisajes, lugares, escenas y la sombra de un colibrí que fue protagonista de un
relato.
Insisto: no resultó fácil aceptar que mi vieja computadora estuviera
desahuciada. El técnico, que es también mi proveedor, tardó en convencerme. Lo
hizo con la paciencia y los términos en que un médico recomienda dejar
tranquilo a un enfermo terminal. El señor Avilés reforzó sus argumentos
explicándome que la nueva es mucho más rápida, lógica y sensible; además, no
requiere del ratón (que por cierto nunca he podido manejar) y su
teclado se iluminará de rojo cuando lo use. Al ver la Qosmio me pregunto cuál de
sus pulsores se desprenderá primero, en qué momento entrará en esa etapa de
confusión que presagia el final y en dónde la pondré cuando llegue la hora de
sustituirla por otra computadora, de seguro más potente, más veloz, más
sensible y más lógica.
II
Debo a mi padre muchas cosas, entre otras que me haya enseñado a amar la
tierra y a escribir. Lo hizo cuando yo tenía tres o cuatro años y vivíamos en
el rancho. Solemne, hizo que me sentara en un banquito rústico de tres patas
(mi abuelo lo usaba cuando se ponía a desgranar), puso entre mis dedos un lápiz
que, según me dijo, estaba lleno de letras ansiosas de aparecer en mi cuaderno
rayado. Al principio de la fila venían las vocales, luego las consonantes
arreadas por la z, que es de pocas palabras.
Con las computadoras me sucede lo mismo que con aquel lápiz: pienso que
llegan a los usuarios con una carga de posibilidades, recuerdos, historias por
contar. A mi Qosmio voy a ponerla a prueba haciendo que me permita volver a los
sitios que nunca he abandonado: el rancho, el pueblo, Buenavista, la noche
iluminada de Insurgentes, la escuela, la vecindad.
III
La formaban 15 viviendas. Un portón carcomido las protegía. Pensábamos
que la chapa, la tranca y el letrero de Se prohíbe la entrada a toda
persona ajena a este lugar bastaban para contener a los malhechores del
barrio. Algunos eran nuestros vecinos. Tenían apodos ( El Meque, El
Ra, El Huevo, El Picho) y se comunicaban entre sí a
base de silbidos. Ese lenguaje en clave convertía nuestra vecindad, sobre todo
al anochecer, en una especie de enorme pajarera.
En aquel mundo cerrado –una ciudad dentro de la ciudad– todo era de
todos: la felicidad, el dolor, la ilusión, la desesperanza, los nacimientos,
los duelos y las fiestas. No podía ser de otra manera: las casas se apoyaban
unas en otras, las paredes eran delgadas y no había una sola ventana con los
vidrios completos. Por los huecos escapaban olores, palabras, risas, gemidos,
música –sobre todo canciones rancheras y boleros. A fuerza de oírlos, quienes
éramos niños los memorizábamos. Palabras como mancornadora opervertida se
sumaban a las que aprendíamos en la escuela o en el catecismo.
Consuelo, la hija de un carpintero, nos impartía las clases de religión
todos los viernes, de cuatro a cinco de la tarde, en el atrio de la parroquia.
Alta, seca, nuestra catequista parecía muñeca de trapo y siempre iba vestida
con hábito carmelita. Esa era su forma de agradecer los milagros recibidos por
otros o de pagar mandas ajenas.
Siempre al final de la clase nos hablaba del sacrificio, única ruta
posible hacia la gloria de Dios. Si aspirábamos a alcanzarla teníamos que
aprender a renunciar a todo lo que en medio de nuestra vida difícil
representara un momento de alivio o de felicidad. Para hacernos entendible su
idea, Consuelo la ilustraba con ejemplos sencillos, aptos a nuestra edad.
Aún recuerdo sus palabras: Cuando sientan frío, en vez de ponerse
el suéter, aguántenlo, porque de ese modo castigan su cuerpo y se vuelven
almitas mejores.Si sus papás les compran una muñeca o un camioncito, no cedan a
la tentación de divertirse con esos juguetes. Domínense. Pongan a prueba su
voluntad. A la hora de la comida, aunque tengan mucha hambre, no se
abalancen sobre el plato. Esperen. Controlen su apetito.
Sus enseñanzas no caían en el mejor terreno. A esas horas, a punto de
recuperar la libertad, sólo nos interesaba recibir la gratificación que por
seralmitas buenas nos repartían las beatas encargadas de la parroquia: un
bolillo y una paleta de dulce a cada uno. Mientras obteníamos el premio, doña
Consuelo nos miraba sonriente, segura de que con su gesto nos recordaba que
debíamos postergar todo placer si es que de verdad aspirábamos al cielo.
Abandonábamos el atrio callados y en fila. Manteníamos la formación y la
actitud mesurada hasta que llegábamos a la esquina donde dábamos vuelta rumbo a
nuestras casas, pero antes nos deteníamos en el jardín de San Álvaro. Lejos de
la parroquia y de la vigilancia de doña Consuelo, olvidábamos nuestra condición
de almitas buenas y sobre todo de lo hermoso que puede ser el
sacrificio.
Sentados en el pasto, nos disponíamos a disfrutar del premio obtenido a
cambio de haber soportado una hora aburridísima en el atrio. Por diversión,
competíamos. A quien le duraran más el bolillo o la paleta era el triunfador, y
por lo mismo tenía derecho a imponernos castigos: recorrer el jardín saltando
en un pie, subir a un árbol de tres copas, entrar descalzo en la fuente de agua
helada. Nos reíamos de eso y de cualquier cosa sólo por el gusto de hacerlo, de
sentirnos vivos.
Si nuestra catequista nos hubiera descubierto en aquellos momentos
habría sufrido mucho pensando que, a pesar de todos sus esfuerzos, a espaldas
suyas estábamos eligiendo el camino del infierno. Pobre Consuelo, incapaz de
entender que nuestra insubordinación significaba todo lo contrario: una
experiencia liberadora que nos conducía al cielo, el único al que aspirábamos
porque tenía olor a pan y un saborcito dulce, muy dulce.