Mar de
Historias
Sólo por eso
Cristina Pacheco
Tan mala
que había sido para las matemáticas en la escuela y sin embargo Virginia sabe
que el funcionamiento de su vida depende en buena proporción de los números que
tiene memorizados. (Pierde libretas y papeles con anotaciones pero nunca
olvida.) Corresponden a los domicilios y los teléfonos de sus hijos, a su
cuenta de ahorros, a fechas importantes, a los días de pagar créditos. Por si fuera
poco, durante sus horas de trabajo hace operaciones matemáticas tan pequeñas
como el monto de sus ventas.
Todos los
días Virginia sale con su canasta de empanadas y segura de que no le faltarán
clientes; en cambio ignora cuál será su derrotero. Los pies se lo dicen, la
empujan hacia un rumbo. Antes Virginia intentaba ejercer su voluntad y elegir
sus caminos. Dejó de hacerlo el día en que por azar encontró a Ricardo Santos,
su antiguo vecino y compañero de escuela, haciendo cola a las puertas de un dispensario
repleto. De no haber sido por esa casualidad ella no habría saldado una antigua
deuda de conciencia.
II
Virginia
pudo adivinar la clase de vida que Ricardo llevaba con sólo ver su atuendo y
sus lentes atados con una agujeta. De seguro él también sacó sus conclusiones
ante la canasta llena de empanadas y papeles de estraza. Los dos evitaron los
temas personales. Hablaron de otros tiempos. Casi todas las noticias que
Ricardo le dio acerca del barrio fueron tristes. Los ailes del jardín habían
sido talados y los antiguos rectángulos de pasto se asfixiaban bajo inhóspitas
losas de cemento. En el terreno de Las Privadas Géminis, tan célebres por los
altares de diciembre, se levantaban dos edificios de 14 pisos inconclusos desde
hacía años. El kínder de la maestra Socorro era bodega de cartón y de la
peluquería de Benny quedaban dos paredes y una cortina metálica enmohecida que
protegía los yerbajos siempre brotados sobre el abandono.
Ricardo
estaba resignado a aceptar semejante deterioro como algo natural en una ciudad
caótica; en cambio lo afligía el hecho de que sólo quedaran en el barrio unas
cuantas familias conocidas: Los Alvarado Torres, los Martínez Baquedano, los
Ochoa Téllez, los Hernández Gómez. Virginia lo interrumpió: Y los Santiago
Luna, ¿se fueron o siguen allí? Ricardo entrecerró los ojos tras sus lentes
bifocales: Puede que sí pero no estoy seguro. Virginia sintió un golpe en el
pecho, el mismo que la dañaba al recordar lejanos días de escuela.
III
Virginia
pierde libretas y agendas pero nunca olvida. El salón de clase en donde ella y
Ricardo fueron compañeros tenía piso de madera y techo alto. Las paredes con
manchas de humedad estaban parcialmente recubiertas con mapas, esquemas,
gráficas, trabajos manuales descoloridos y lemas referentes a hábitos de
higiene y buena convivencia. Entre estos últimos destacaba uno que Virginia se
encargó de fijar con tachuelas: No hagas a los demás lo que no quieras para ti
mismo.
Mientras
Ricardo insistía en sus motivos para permanecer en el barrio, Virginia siguió
el paso de sus recuerdos. El 3º A olía a papel, a madera y a los condimentos de
las tortas guardadas en las mochilas, cada una con el nombre del alumno escrito
en una cartulina y protegido por una mica: Ricardo Santos Olvera, 3º A.
Presente. Virginia Zambrano Aceves. Presente. Petra Santiago Luna. Silencio.
Niña: te estoy hablando. Tienes que decir presente porque si no te pongo falta.
Desorden,
risas, murmullos. Es cambuja, no sabe hablar. Un charquito bajo el mesabanco de
Petra. Carcajadas, llanto. La huida. ¿A dónde vas, niña? La mochila caída.
Virginia alcanzó a ver sobre las duelas un lápiz amarillo y dos tacos envueltos
en una servilleta con flores bordadas, primorosas.
Virginia
quiso dudar de su buena memoria pero siguieron apareciendo los pormenores de
aquella mañana en que Petra salió huyendo del salón para no oír las burlas de
sus compañeros cuando la escucharan expresarse con su habla anfibia doblemente
hermosa, mitad español mitad zapoteco. Petra huyó también para no afrontar la
vergüenza de ver sus orines. El conserje los limpió mientras todo el 3º A
(menos Petra) hacía gestos de asco o se tapaba la nariz.
Al lunes
siguiente Petra reapareció en la escuela acompañada por su madre. Antes de
separarse, ella le alisó las trenzas y le murmuró (tal vez en su lengua antigua
y hermosa) palabras que pudieron ser de aliento y de consuelo: Eres una
muchachita muy linda que debe estudiar y aprender. Obedece a tu profesora y no
hagas caso de lo que te digan tus compañeros. Si te gritan algo feo me cuentas
para que los acuse con la directora.
IV
A pesar
de los años transcurridos Virginia recuerda la expresión temerosa de Petra
conforme avanzaba a su lugar en la fila y la manera en que, a título de saludo,
sus compañeros de grado le expresaban su asco y su desprecio cubriéndose la
nariz y haciendo gestos ominosos.
Aquel
lunes sonó la campana. En su turno los alumnos del 3º A desfilaron a paso
redoblado en orden, en silencio. En el aula se escuchó primero la advertencia
de la maestra: Al que sorprenda molestando a Petra le bajo cinco puntos. La
amenaza surtió efecto. En el salón nadie volvió a burlarse de la niña zapoteca,
ni a llamarla cambuja, patarrajada, meca. Para eso tenían el patio de juegos a
los que Petra no era invitada, el espejo mohoso del baño en donde aparecían
(escritos con inocentes crayolas) insultos contra ella. Pero lo mejor para
hostigarla era el trayecto entre la escuela y la esquina en donde Petra daba
vuelta rumbo a su casa.
A lo
largo de ese tramo sus compañeros iban detrás de Petra riendo, murmurando,
empujándola como por accidente, llamándola con nombres absurdos, calificándola
de india-meona-apestosa, interponiéndose en su camino, presionándola contra
alguna pared y amenazándola hasta hacerla temblar. Los transeúntes calificaban
la escena como bromas pesadas, locura de muchachos.
V
Por
primera vez, gracias a su encuentro con Ricardo, Virginia se preguntó qué había
detrás de aquel juego perverso que transformaba a los compañeros del 3º A en
verdugos de Petra. No encontró más respuesta que una viva sensación de culpa.
Nunca había agredido a la niña zapoteca pero siempre guardaba silencio ante la
tortura de que Petra era víctima sólo por hablar una lengua incomprensible para
ellos y vestirse con ropas distintas. Sólo por eso la habían hecho infeliz y
luego la habían forzado a abandonar la escuela.
Virginia
apenas se dio cuenta de que Ricardo la miraba en silencio, a la expectativa.
¿Qué pasa? Nada, es que te pregunté si acostumbras venir a este dispensario y
me contestaste: Sólo por eso. No entiendo. Yo sí, y me avergüenzo. Sabía que
toda explicación iba a ser inútil y se despidió de Ricardo.
Caminó de
prisa hasta la parada del autobús que la conduciría a su viejo barrio, a la
casa de Petra. Virginia pensó que tal vez no fuera tarde para pedirle perdón.
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