domingo, 15 de diciembre de 2013

Cristina Pacheco. LA LUZ Y LAS HOJAS


Mar de Historias

La luz y las hojas

Cristina Pacheco

Hay historias que duermen durante meses pero se hacen presentes bajo la deslumbrante luz de invierno. Se revelan a un ritmo lento como el de las hojas al desprenderse de los árboles. En mi escuela primaria había cinco. Eran sobrevivientes de un jardín inmenso, poco a poco mutilado por los apremios económicos de sus dueños originales, hasta dejarlo convertido en el prado central que veíamos desde las ventanas de todos los salones de clase.

Las ramas de los cinco fresnos eran testigos de todas nuestras acciones, como el Dios implacable al que las monjas nos enseñaron a adorar y a temer al mismo tiempo. Sólo quien tenga o haya tenido una abuela como la mía podrá compaginar dos sentimientos tan contradictorios: adoración y temor.

Mi abuela murió hace muchos años. El tiempo ha vulnerado su recuerdo, por eso tengo que rescatarla del olvido a trozos: pelo crespo, labios finos, manos huesudas, pies deformes y voz grave, entrecortada por la tos crónica que le dejó su trabajo en un taller de trajes nupciales. Cuando pienso en ella –cosa que sucede a menudo– tomo esos pocos elementos y los acomodo en los lugares en donde estuvieron. El cabello va arriba y los pies abajo. Entre los dos extremos quedan muchos huecos. Los adorno con el estampado de las telas que mi abuela elegía para confeccionarse su ropa. El diseño era el mismo, sólo que en negativo o en positivo: flores negras sobre fondo blanco o al revés, flores blancas sobre fondo negro.

A menos que estuviera preparando rompope o batiendo claras de huevo para el merengue, mi abuela era paciente con mi insaciable curiosidad; sin embargo, nunca me atreví a preguntarle cuál era el sentido de tal monotonía en su atuendo. Al cabo del tiempo, cuando ella no estaba para confirmarlo, saqué mis conclusiones: el bicolorismo (ignoro si la palabra existe) le permitía seguir guardándole un poquito de luto a su esposo Wilfrido. Él era una persona enérgica y autoritaria. No le inventé el carácter. Lo descubrí en el retrato puesto sobre la cama que durante años conservó la silueta de su cuerpo.

Lo que dije no es una exageración: a fin de hacer menos gravosa la pérdida, mi abuela protegía la forma que su marido dejó en el lecho donde sobrellevó su larga enfermedad. Para mantener aquella sombra de ausencia, ella misma se encargaba de renovar las fundas, las sábanas y la colcha. Desde la máxima altura alcanzada por ella dejaba caer las telas y permanecía atenta para cerciorarse de que se adaptaran al molde venerado.

II

Dulce como nadie, mi abuela era también exigente, intolerante con mis fallas y rencorosa. Decía que si por algo iba a condenarse era por alimentar ese horrible sentimiento. Lo guardaba por la comadrona que me trajo al mundo a costa de la vida de mi madre. Mi abuela jamás pronunció el nombre de la partera. En cambio sacaba a relucir el de mi padre, Darío, con cariño y respeto.

Él trabajaba en una fábrica de veladoras fuera de la ciudad. Un camioncito de la empresa lo recogía al amanecer y lo regresaba a las siete de la noche. A esas horas, por juego, me mostraba sus uñas con restos de cera y me pedía que se los sacara con un palillo. El encargo me daba cierta autoridad sobre él y me hacía sentir importante. Nunca imaginé que con el tiempo aquella mínima tarea iba a convertirse en un valioso recuerdo.

Mi padre sobrevivió a su viudez cinco años. Murió a causa de un accidente de tránsito rumbo a la fábrica. Yo estaba en el kínder a la hora en que un compañero de trabajo llamó para darnos la noticia. Entendí que algo malo había sucedido cuando mi abuela apareció en mi salón de clase y se puso a hablar en voz baja con mi maestra Sara. Ella se acercó y me dijo: Tienes que irte.

Rumbo a la casa ella intentó explicarme lo ocurrido. Lo hizo con la misma delicadeza con que dejaba caer las telas sobre la huella de su esposo.

Fue un día raro, mejor dicho horrible. Mi abuela me encargó con una vecina porque me consideraba demasiado pequeña para asistir a un velorio o un funeral aunque se tratara de mi padre. Una semana después me llevó al panteón. Recuerdo el ramito de flores contra mi pecho y el camino bordeado de árboles altos y esbeltos que apenas daban sombra. Cuando llegamos al final de un sendero mi abuela me mostró una tumba rodeada de coronas que despedían un olor dulce, repulsivo. En su lápida estaban el nombre y las fechas de mi madre. Mi abuela me los leyó y luego me anunció que mandaría grabar allí los datos de mi padre. Ya están juntos, dijo, y se persignó.

Cuando emprendimos el regreso por el sendero bordeado de fresnos vimos a una mujer sentada junto a una tumba. Dos niños que debían ser sus hijos mordisqueaban un pan mientras ella les decía algo de lo que sólo alcancé a oír cinco palabras: A su padre le gustaba... ¿Qué?, me pregunto ahora y sola me respondo: Que le sacaran con un palillo la cera encajada en sus uñas.

Al regresar del cementerio encontramos la casa fría, envuelta en la penumbra que se forma en las habitaciones donde se van sumando las ausencias y los llantos.

III

Sin el apoyo de mi padre, mi abuela tuvo que reorganizar la casa y nuestra vida. Convirtió la sala en taller de costura y la azotehuela en un vivero nutrido con las plantas que comprábamos los domingos en Xochimilco. Vigilar los dos negocios y cumplir con las tareas domésticas le consumía muchas horas; no obstante, nunca le faltó tiempo para mí. Hizo hasta lo imposible por evitarme la sensación de orfandad. Lloró conmigo y entendió mis pesadillas. Aprendió a jugar. Mantuvo viva la presencia de mis padres hablándome de ellos. Iba y regresaba conmigo de la escuela.

En una ocasión, por causa de una clienta quisquillosa, fue a recogerme una hora más tarde. Me pidió perdón. Lloró y por primera vez la oí dolerse por la muerte de mis padres. En su llanto se disolvió una pequeña parte de mi infancia. El resto se salvó gracias a su ternura y a su amor.

Adoré y sigo adorando a mi abuela; a pesar de eso no logro recordarla toda entera; peor aún, he olvidado su nombre. Confío en que la luz de invierno y las hojas que se desprendan de los árboles me lo devuelvan, como ha ocurrido con tantas otras cosas, el próximo diciembre.

Maestra castiga al estilo narco: amordaza a alumnos con cinta canela

Maestra castiga al estilo narco: amordaza a alumnos con cinta canela


MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Madres de familia de la primaria Adolfo López Mateos de la colonia Tierra Blanca de Altamirano, en Ciudad Altamirano, Guerrero protestaron porque una maestra castigó a siete estudiantes de sexto grado amarrándoles las manos con cinta canela, además de amordazar a dos de ellos, el miércoles 11.

Las madres calificaron el proceder de la profesora como un acto propio de la delincuencia organizada, según el diario El Sur, de Guerrero.

Indicaron que ya denunciaron esta situación ante el director del plantel, identificado sólo como Demetrio, pero que éste ha hecho caso omiso y les da largas.

Las madres de familia acusan a la maestra Deysy Leyvy Salinas Mojica de ser la responsable de la agresión a los menores e incluso señalaron que ésta usó palabras altisonantes contra los alumnos.

El director dijo que este martes habrá una reunión con la supervisión escolar, con lo cual se espera resolver la inconformidad de las madres.

Agregó que existe un documento donde le llaman la atención a la maestra.

Explicó que él incluso vio a los niños con cinta canela en las manos, la cual estaba sujetada de tal forma que la tuvieron que cortar con la punta de una pluma.

Por su parte, la maestra explicó que castigo a los niños porque estaban arrojando piedras a los de segundo grado, que son más chicos, y que optó por castigar a los responsables, “sólo les di una vuelta en las manos”, afirmó.

“A dos que dijeron groserías, también les puse (cinta) en la boca, pero no es para tanto”.

Las madres, al escuchar la declaración de la docente, le gritaron: “Pareces sicaria, eso sólo lo hace una secuestradora; esos métodos sólo los usan los que andan en cosas malas”.

Las inconformes consideran la cinta canela una herramienta propia de la delincuencia organizada para sujetar y levantar a sus víctimas, que luego aparecen ejecutados con cinta en manos y boca.

El caso aún no se resuelve y se espera que el martes se atienda el tema y se impongan las sanciones correspondientes.

domingo, 8 de diciembre de 2013

CRISTINA PACHECO. SÓLO POR ESO.


Mar de Historias

Sólo por eso

Cristina Pacheco

Tan mala que había sido para las matemáticas en la escuela y sin embargo Virginia sabe que el funcionamiento de su vida depende en buena proporción de los números que tiene memorizados. (Pierde libretas y papeles con anotaciones pero nunca olvida.) Corresponden a los domicilios y los teléfonos de sus hijos, a su cuenta de ahorros, a fechas importantes, a los días de pagar créditos. Por si fuera poco, durante sus horas de trabajo hace operaciones matemáticas tan pequeñas como el monto de sus ventas.

Todos los días Virginia sale con su canasta de empanadas y segura de que no le faltarán clientes; en cambio ignora cuál será su derrotero. Los pies se lo dicen, la empujan hacia un rumbo. Antes Virginia intentaba ejercer su voluntad y elegir sus caminos. Dejó de hacerlo el día en que por azar encontró a Ricardo Santos, su antiguo vecino y compañero de escuela, haciendo cola a las puertas de un dispensario repleto. De no haber sido por esa casualidad ella no habría saldado una antigua deuda de conciencia.

II                                                       

Virginia pudo adivinar la clase de vida que Ricardo llevaba con sólo ver su atuendo y sus lentes atados con una agujeta. De seguro él también sacó sus conclusiones ante la canasta llena de empanadas y papeles de estraza. Los dos evitaron los temas personales. Hablaron de otros tiempos. Casi todas las noticias que Ricardo le dio acerca del barrio fueron tristes. Los ailes del jardín habían sido talados y los antiguos rectángulos de pasto se asfixiaban bajo inhóspitas losas de cemento. En el terreno de Las Privadas Géminis, tan célebres por los altares de diciembre, se levantaban dos edificios de 14 pisos inconclusos desde hacía años. El kínder de la maestra Socorro era bodega de cartón y de la peluquería de Benny quedaban dos paredes y una cortina metálica enmohecida que protegía los yerbajos siempre brotados sobre el abandono.

Ricardo estaba resignado a aceptar semejante deterioro como algo natural en una ciudad caótica; en cambio lo afligía el hecho de que sólo quedaran en el barrio unas cuantas familias conocidas: Los Alvarado Torres, los Martínez Baquedano, los Ochoa Téllez, los Hernández Gómez. Virginia lo interrumpió: Y los Santiago Luna, ¿se fueron o siguen allí? Ricardo entrecerró los ojos tras sus lentes bifocales: Puede que sí pero no estoy seguro. Virginia sintió un golpe en el pecho, el mismo que la dañaba al recordar lejanos días de escuela.

III

Virginia pierde libretas y agendas pero nunca olvida. El salón de clase en donde ella y Ricardo fueron compañeros tenía piso de madera y techo alto. Las paredes con manchas de humedad estaban parcialmente recubiertas con mapas, esquemas, gráficas, trabajos manuales descoloridos y lemas referentes a hábitos de higiene y buena convivencia. Entre estos últimos destacaba uno que Virginia se encargó de fijar con tachuelas: No hagas a los demás lo que no quieras para ti mismo.

Mientras Ricardo insistía en sus motivos para permanecer en el barrio, Virginia siguió el paso de sus recuerdos. El 3º A olía a papel, a madera y a los condimentos de las tortas guardadas en las mochilas, cada una con el nombre del alumno escrito en una cartulina y protegido por una mica: Ricardo Santos Olvera, 3º A. Presente. Virginia Zambrano Aceves. Presente. Petra Santiago Luna. Silencio. Niña: te estoy hablando. Tienes que decir presente porque si no te pongo falta.

Desorden, risas, murmullos. Es cambuja, no sabe hablar. Un charquito bajo el mesabanco de Petra. Carcajadas, llanto. La huida. ¿A dónde vas, niña? La mochila caída. Virginia alcanzó a ver sobre las duelas un lápiz amarillo y dos tacos envueltos en una servilleta con flores bordadas, primorosas.

Virginia quiso dudar de su buena memoria pero siguieron apareciendo los pormenores de aquella mañana en que Petra salió huyendo del salón para no oír las burlas de sus compañeros cuando la escucharan expresarse con su habla anfibia doblemente hermosa, mitad español mitad zapoteco. Petra huyó también para no afrontar la vergüenza de ver sus orines. El conserje los limpió mientras todo el 3º A (menos Petra) hacía gestos de asco o se tapaba la nariz.

Al lunes siguiente Petra reapareció en la escuela acompañada por su madre. Antes de separarse, ella le alisó las trenzas y le murmuró (tal vez en su lengua antigua y hermosa) palabras que pudieron ser de aliento y de consuelo: Eres una muchachita muy linda que debe estudiar y aprender. Obedece a tu profesora y no hagas caso de lo que te digan tus compañeros. Si te gritan algo feo me cuentas para que los acuse con la directora.

IV

A pesar de los años transcurridos Virginia recuerda la expresión temerosa de Petra conforme avanzaba a su lugar en la fila y la manera en que, a título de saludo, sus compañeros de grado le expresaban su asco y su desprecio cubriéndose la nariz y haciendo gestos ominosos.

Aquel lunes sonó la campana. En su turno los alumnos del 3º A desfilaron a paso redoblado en orden, en silencio. En el aula se escuchó primero la advertencia de la maestra: Al que sorprenda molestando a Petra le bajo cinco puntos. La amenaza surtió efecto. En el salón nadie volvió a burlarse de la niña zapoteca, ni a llamarla cambuja, patarrajada, meca. Para eso tenían el patio de juegos a los que Petra no era invitada, el espejo mohoso del baño en donde aparecían (escritos con inocentes crayolas) insultos contra ella. Pero lo mejor para hostigarla era el trayecto entre la escuela y la esquina en donde Petra daba vuelta rumbo a su casa.

A lo largo de ese tramo sus compañeros iban detrás de Petra riendo, murmurando, empujándola como por accidente, llamándola con nombres absurdos, calificándola de india-meona-apestosa, interponiéndose en su camino, presionándola contra alguna pared y amenazándola hasta hacerla temblar. Los transeúntes calificaban la escena como bromas pesadas, locura de muchachos.

V

Por primera vez, gracias a su encuentro con Ricardo, Virginia se preguntó qué había detrás de aquel juego perverso que transformaba a los compañeros del 3º A en verdugos de Petra. No encontró más respuesta que una viva sensación de culpa. Nunca había agredido a la niña zapoteca pero siempre guardaba silencio ante la tortura de que Petra era víctima sólo por hablar una lengua incomprensible para ellos y vestirse con ropas distintas. Sólo por eso la habían hecho infeliz y luego la habían forzado a abandonar la escuela.

Virginia apenas se dio cuenta de que Ricardo la miraba en silencio, a la expectativa. ¿Qué pasa? Nada, es que te pregunté si acostumbras venir a este dispensario y me contestaste: Sólo por eso. No entiendo. Yo sí, y me avergüenzo. Sabía que toda explicación iba a ser inútil y se despidió de Ricardo.

Caminó de prisa hasta la parada del autobús que la conduciría a su viejo barrio, a la casa de Petra. Virginia pensó que tal vez no fuera tarde para pedirle perdón.